- Dime que no te estás acostando con ella.
Dudo un instante antes de responder, el tono de Noah es un punto más arisco de lo habitual. Igual empieza a creerse que trabajo para él.
- ¿Desde cuándo tengo que darte explicaciones acerca de con quién me acuesto? Soy un adulto, y ella también. Y deja de utilizar ese tono conmigo, socio.
Cruzo un túnel de silencio a través de mi teléfono móvil. Noah está recapacitando o reuniendo a las tropas. No tardo en ver la primera fila de lanzas.
- Maldita sea Isaac, con la que nos estamos jugando y tú te dedicas a bajar bragas. ¿Cómo se te ocurre? ¿Es que no hay prostitutas en Tortuosa? ¿Cómo has podido llevarte a la cama a la secretaria sin tu Porsche? Joder, dime que no te estás paseando por allí con tu puto Porsche.
Noto como mi ceño se frunce, el tono de Noah empieza a parecerse a un grito, y no consiento que nadie me grite. Nadie.
- No seas imbécil, estoy viviendo en un cuchitril de mierda, viajando en autobús y pasando desapercibido. Y no hables en plural cuando hablas de jugar, yo soy el que se juega la cara aquí, no lo olvides.
- ¡Porque tú quieres, joder! ¡Podríamos haber mandado a alguien de confianza, pero te empeñaste en ir tú en persona, así que no te hagas la víctima conmigo! Te lo advierto, como la jodas se acabó. ¡Como se nos vaya este negocio porque no sabes tener la polla quieta te juro que mando a...!
Y cuelgo, a mí no me grita nadie. Nadie. Casi al instante me vuelve a llamar, pero no lo cojo. Suelto el móvil en el sofá de mi cutre apartamento alquilado y dejo que vibre. Lo miro con condescendencia, consciente del poder que ejerzo con sólo no contestar. Por eso siempre lo tengo en modo vibración. Me sirvo una copa de tinto y dejo que Noah llame hasta cinco veces. Cinco mensajes en el buzón de voz. Cinco patadas en la entrepierna a mi socio. A la sexta vez, cuando casi he apurado la copa contesto.
- ¿Sí, dígame? -mi tono es tan calmado que debe habérsele clavado en un ojo.
- De acuerdo, sí, no debo gritarte. Ey, somos socio ¿no? Y amigos, joder, con la de cosas que hemos vivido juntos. Mira, hasta ahora todo ha ido bien, así que dejaré que lo hagas a tu manera, pero no le rompas el corazón a la tal María, ni sus esperanzas de tener un novio rico. Por favor Isaac, tú mejor que nadie sabe como acaban estas cosas.
Ése es su modo de recordarme que mi lujuria me ha metido en más de un apuro. Apuro del que siempre se sale con dinero.
- Confía en mí, Noah, sé muy bien lo que me hago -más de lo que imaginas, imbécil- así que descuida. Si hay cualquier novedad te avisaré.
- Está bien -su voz vibra, no confía en mí, igual no es tan tonto como antes- pero prométeme una cosa Isaac.
- ¿Qué?
- Prométeme que no intentarás meterte en las bragas de Carmen Aguado.
- Sólo si ella me lo pide, compañero, sólo si ella me lo pide.
Y con una sonrisa en los labios, cuelgo. Miro el escaso contenido de mi copa al trasluz y decido servirme otra. Buen vino, del caro, lo saboreo lentamente, disfrutándolo. Necesitaba este minúsculo momento de triunfo después de mi varapalo en la “muralla china”. Decido aumentar el nivel de la celebración con una pluma de chocolate belga. Adoro estos jodidos bombones. Dejo que la fina capa de dulce placer se deshaga en mi boca donde todavía noto el afrutado sabor del vino. Cierro los ojos un momento, como si privándome de la luz pudiera disfrutar más del gusto del bombón cuando, como respondiendo a una plegaria, llaman a la puerta. Es María.
- Números, números, números y otras cosas sin importancia.
Eso es lo que le oigo decir cuando entra en mi apartamento. Si saluda, no la oigo. Le quito delicadamente y en silencio la carpeta con mi trabajo de mañana acabado y la dejo sobre las páginas amarillas que decoran mi mesa de la entrada. Sin oír sus protestas o lo que sea que está diciendo cojo otra pluma de chocolate y con suma delicadeza se la introduzco entre los labios.
- Hola, Paula.
Y nada más es necesario. La beso dulcemente en la boca ayudándome del bombón y acaricio su nuca buscando un punto que encontré la otra noche. Quiero oír un gemido de sus labios que no sea fingido, quiero que disfrute de lo que va a pasar esta tarde por mucho que me odie. Noto como se deja llevar aunque su mente no ha escapado, está aquí conmigo, por placer o por simple profesionalidad, pero no está escapando de mí.
Bajo mis besos a su cuello mientras desabrocho su camisa con toda la pausa de la que soy capaz y cierro los ojos, como cuando saboreaba el chocolate y el vino. No hay nada mejor que esto. Antes de quitarle nada más acaricio cada parte de su cuerpo desnudo, ora con la punta de los dedos, ora con los labios, y cuando noto que cada poro de su piel se ha puesto en pie para recibirme la aparto de mí.
Su mirada desconcertada me interroga en un silencioso gesto cuando le doy la espalda y me acerco a la ventana para bajar la persiana. Es suficiente para que la penumbra nos rodee, no todo en este apartamento iba a ser malo. La abrazo por detrás dulcemente cuando aún está desorientada, tomo sus manos entre las mías y beso sus hombros desnudos. Voy a disfrutar de tu cuerpo como de verdad ha de hacerse, saboreando cada milímetro de piel, cada segundo de contacto. Con pausa, pero sin prisa.
Se deshace de mi abrazo y me mira. Me quita las gafas y me acaricia la cara, como intentando descubrir algo nuevo en ella, como si quisiera quitarme la máscara que uso con todos menos con ella. Roza sus labios con los míos apenas un segundo y me ayuda a quitarme el jersey. Antes de que intente quitarme nada más desabrocho su falda y dejamos que caiga de camino a la cama. Vamos hacia allí de la mano, como dos amantes que de verdad se amasen y cuando nuestros cuerpos aún casi vestidos se acomodan entre las sábanas comenzamos un dulce combate cuerpo a cuerpo que dura una insuficiente eternidad.
Consigue negarme su primer gemido hasta que la penetro. Noto como clava sus uñas en mi espalda, como entro dentro de ella y como su espalda cruje al arquearse. Todas las horas de más que ha pasado sentada frente al ordenador han desaparecido en un breve momento de roce. Abre los ojos y me atraviesa con ellos. Sí María, esta vez he ganado yo, porque sé distinguir un gemido fingido de uno real, y acabas de regalarme uno real. Tal vez por primera vez desde que pruebas mis sábanas. Y no se me ocurre una venganza más dulce.
La venganza se incrementa en cada asalto. Cada movimiento de mi cadera le arranca un gemido. Cada movimiento de mi cadera le arrebata un trofeo Y trofeo a trofeo consigo que llegue al clímax, no con un gran gemido, sino con un grito. Estoy seguro de que por la mañana se enfadará consigo misma por regalarme ese grito, pero ahora es mía, toda ella, cuerpo y alma. El regalo hace que me recorra un escalofrío por la espalada, siento como me agrando dentro de ella y un segundo después soy yo el que finalmente grita y como si de un espasmo más se tratase estampo mis labios sobre los suyos. La venganza ha sido completamente consumada.
…
Anochece. El segundo ha estado bien, pero no ha sido ni un asomo del primero. Estamos cansados, ha sido un día largo. Ella nunca se queda a dormir, pero el sueño le ha podido y duerme recostada sobre mi pecho. Hasta cuando duerme es elegante. Miro la carpeta dormir sobre las páginas amarillas y luego la miro a ella. Una pequeña risa se me escapa de muy adentro, ni siquiera hemos llegado a hablar de números esta tarde. Ni de ninguna otra cosa. Es guapa la condenada. Y menudo carácter, no duda en morder la mano que le da de comer. Es una prostituta, pero no ama el dinero como muchas otras que entraron y salieron de mi cama diciendo ser señoras. Un caso extraño, como el de Carmen Aguado. No importó cuánto le ofrecimos. Maldita Carmen Aguado. Miro por última vez al ángel que duerme en mi pecho, cierro los ojos y con el deseo de tener a mi enemiga en lugar del ángel, me quedo dormido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario