domingo, 1 de marzo de 2009

5ª Semana, John

Con lo puesto y una par de euros en el bolsillo derecho crucé la puerta del local. Ya había bastante gente formando corros y charlando por todos lados a pesar de que faltaban un par de horas para el comienzo de la audición. Con la intención de evitarme problemas pedí una cerveza que me declaró oficialmente cliente y me apoyé en un trozo de pared que quedaba un poco al margen del bullicio.


Comencé a observarlos, a todos, poniendo especial atención en las fundas de instrumentos que descansaban a sus pies. Había de todas clases, desde algunas grandes que guardaban contrabajos o violas hasta otras pequeñas donde sus dueños protegían juegos de maracas; algunas eran viejas y estaban llenas de cicatrices de guerra, otras eran nuevas y brillaban con el mismo tono de las luces del pub. Encontré tres de ellas que llamaron mi atención sobre todas las demás, las únicas tres fundas de saxo que hasta el momento había en el local, y dentro de las cuales, si había mucha suerte, algún ingenuo aspirante a músico podía esconder a Brisa. Necesitaba creer que aquella noche aparecería, que después de unos días sin conciliar el sueño podría volver a recuperarla.


Esperé allí hasta que la audición comenzó. Un primer grupo subió al escenario y empezaron a improvisar, el batería parecía que no lo hacía demasiado mal, aunque los demás eran pésimos. Al cabo del rato empezaron las rotaciones, se fueron cambiando unos por otros y así la improvisación no paró en ningún momento. El primer saxo subió al escenario, con un precioso instrumento en sus manos, que para desgracia suya y mía, ni sonaba ni lucía tan bien como el mío. Ya sólo quedaban dos por comprobar.


Tres pianistas, un trompetista, dos violinistas, tres guitarras y otro saxo, que tampoco resultó ser el posesor de Brisa, pasaron por el escenario. La música no alcanzó un nivel demasiado bueno en ningún momento de la noche, aunque algunos músicos fueron reluciendo con actuaciones aceptables. El saxo se bajó, lo cual me puso en alerta, parecía inminente que el tercer saxofonista subiese a tocar. El tercero de los tipos se dirigió al escenario, subió, dejó su funda en el suelo y sacó su saxo. No hizo falta que tocara ni una sola nota para reconocer su brillo, sus curvas…


Salí a paso ligero hacia el escenario, esquivando mesas a toda velocidad, dispuesto a quitarle a aquel impostor lo que era mío… pero entonces ocurrió. No conseguí avanzar más, pues la luz del local se apagó y no tuve más remedio que pararme en seco si no quería tropezar y volver a acabar en el hospital. Me calmé e intenté que la vista se me acostumbrara a la oscuridad, pero no hizo falta, a los pocos segundos las luces de emergencia se encendieron e iluminaron lo suficiente como para volver a controlar los obstáculos de mi camino.


En el escenario todos se miraban entre sí, preguntándose si seguir o no seguir tocando. Ninguno se decidía a comenzar. “Por favor, vamos a descansar un rato mientras regresa la luz y después seguimos con la música”, se oyó decir por los altavoces. Los músicos dejaron todo en el suelo y se bajaron a sentarse en torno a una mesa, donde una camarera les sirvió cerveza a todos. Aproveché la situación. Me acerqué al escenario y me agaché a observar el saxo, que asomaba intacto desde dentro de la funda, y efectivamente comprobé que se trataba de mi saxofón, la frase que tanto tiempo atrás le grabaron seguía allí como firma de mi posesión. La funda, sin embargo no era la mía, la había sustituido por otra recién comprada, qué hijos de puta…


Sin pensar en las consecuencias, lo cogí y me encaminé hacia la puerta. Comencé a notar como el tono de los comentarios aumentaba a mi paso, escuché un par de voces a mi espalda, alguien me insultaba y me pedía que me parara… pero yo continué hacia la puerta acelerando el paso. De pronto varias manos me agarraron y ya no pude andar más.


La discusión duró un par de horas, tuve que contar mi historia cuatro veces antes de que alguno de ellos empezará a creer mi versión de la historia. Al final todo se aclaró. El dueño del local afirmó que me reconocía y que me había visto tocar ese saxofón por la calle, lo que hizo que las tornas se cambiaran y comenzara un intenso interrogatorio hacia el “otro dueño” de Brisa. Al final confesó que lo había comprado en un mercadillo de artículos de segunda mano donde sólo le cobraron cincuenta euros por él. El dueño del pub, le dio cien euros al tipo, por las molestias y lo invitó a salir de allí para evitar problemas.


Me invitaron a tomar otra cerveza y más de uno pasó a pedirme perdón. Se formó rápidamente un grupito alrededor nuestra y la conversación no se hizo esperar antes de tratar el tema de la música. Aunque nadie volvió a tocar en el escenario, la noche discurrió entretenida entre críticas musicales y sugerencias. El local poco a poco se fue quedando vacío y al final sólo éramos cinco los que seguíamos allí. La camarera se le acercó a Leonardo, el dueño, y le dijo al oído que había llegado la hora de cerrar. Entonces llegó el gran momento de la noche, Leonardo nos miró a los que quedábamos allí y nos propuso tocar un poco antes de irnos. Todos aceptamos. Y allí nos pilló el amanecer, a los cinco, tocando versiones de todas las épocas entre el humo reseco de toda la noche de un pub y con una gran sonrisa por saber que todos lo hacíamos lo mejor que sabíamos.

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