jueves, 2 de abril de 2009

8ª Semana, Isaac

-¿Alguna vez comes algo distinto a las gambas?

María mastica cien veces su gamba antes contestar. A ratos me odia. A ratos no. En ocasiones vuelve a ser mi aliada, mi espía. Esta no es una de esas ocasiones.

-Sabes que he tenido que comer cosas peores. Tú mismo me has obligado a ello.

Sus palabras me parten en dos. Nadie excepto ella tiene ese poder sobre mí. No entiendo por qué busco su compañía con tanto ahínco a pesar de que nuestros encuentros suelen terminar de un modo desagradable.

-Explícate.

No es necesario que lo haga. Sé a qué se refiere y por primera vez en mi vida me siento mal por ello.

-No hace mucho iba por las tardes a tu casa y me quedaba hasta tarde. Te acuerdas ¿verdad? Seguro que te acuerdas…

Vuelve a meterse una gamba en la boca y la mastica más tiempo del necesario. Me hace esperar, me hace sufrir. El silencio me golpea sin piedad. Quiere recordarme qué tipo de canalla soy.

-… y cuando me quedaba a cenar pedías pizza. Yo odio la pizza.

Otra gamba. Otra pausa. Me da la oportunidad de réplica, me quiere zambullir en una lucha que tengo perdida de antemano.

-Odias la pizza.

Y esa es toda mi réplica.

-Odio la pizza- corrobora María - ¿Pensabas que me refería a otra cosa, Isaac? ¿Tienes algún remordimiento, algo en la conciencia que te haya hecho creer otra cosa? ¿Tienes conciencia Isaac?

He destruido vidas por menos de eso. He hecho suplicar a gente por la mitad de su desfachatez… pero siempre se lo merecían. ¿O no? De todos modos María no se lo merece. Tiene todo el derecho del mundo a odiarme y a hacerme sentir mal. Lo que no sabía es que alguien tuviera ese poder.

-Lo siento.

A los dos nos sorprenden las palabras. Son palabras sinceras, tristes incluso. Cargadas de humildad y humanidad. El tipo de palabras que son incapaces de salir de mi boca. Y sin embargo, lo han hecho. María me mira incrédula, el odio desaparece de sus ojos y su mirada se llena de una inmensa compasión. Siempre he preferido dar asco antes que pena, pero no me siento con ánimos para intentar dar asco.

-Siento haber pedido pizza cada noche. Siento no haber preguntado sobre tus gustos, o si tenías hambre. Siento que…

-No te atrevas…

De nuevo el odio la inunda. Sus pupilas se encienden y me queman el alma, la carne, la existencia. Casi parece a punto de clavarme su tenedor de ensalada. Pero ¿qué es lo que la ha enfadado tanto?

-María yo...

-Suéltame la mano, Isaac. Ahora mismo.

Bajo la mirada y descubro cómo mi cuerpo me ha traicionado como nunca antes lo había hecho. Allí abajo, a kilómetros de distancia, mi mano derecha, por voluntad propia, ha tomado la preciosa mano de María mientras mi pulgar, osadamente, le acaricia el dorso de la misma. Instintivamente, y con tremendo esfuerzo, la libero.

-Yo…

-No vuelvas a intentar nada parecido, Isaac. Sé quién eres, no me vas a engañar, no soy una de esas bobas tetudas que coleccionas. No me deslumbra tu dinero, veo perfectamente lo sucio que estás.

-Yo…

-Tú me has metido en tu cama cada noche por dinero. Y yo lo he cogido. Eso no cambiará nunca, Isaac. No sé cuánto más tendremos que seguir con esta farsa, ni cuándo te perderé de vista, pero no vuelvas a intentar hacer manitas conmigo otra vez, Isaac. Porque lo mando todo a la mierda. Te lo juro.

Tras su discurso clava sus pupilas en las botellas hay al otro lado de la barra. Traerla a un bar de tapas no ha servido de nada, el restaurante chino no le daba ventaja, es que es muy buena.

-A ver pareja, ¿cómo están esas gambitas?

-Muy buenas –responde María con una sonrisa al camarero que ha olido el mal rollo y pretende sofocarlo con una no solicitada dosis extra de simpatía.

-Bueno, ¿qué os pongo por aquí? ¿Os traigo una de manitas de cerdo?

-No gracias –replica mirándome- de eso ya estamos servidos.



-No pasa nada Isaac, de todos modos, yo también estoy cansada. ¿Te quedas a dormir de todos modos?

El tono condescendiente de Carmen Aguado es casi tan humillante como el contacto de mi fláccido miembro contra mi muslo.

-Venga, no te pongas así, de verdad que no me importa. Vamos a quedarnos así abrazaditos, en realidad lo prefiero…

Claro, aún debe durarte la que te dio Maktum. No necesito oírte hablar en tercera persona para despreciarte. Me lo has arrebatado todo, maldita zorra presuntuosa. ¿Cómo pude enamorarme de ti? Dios, soy un verdadero enfermo.

-Dime algo, Isaac.

Y lo hago. Me disculpo. Me disculpo y me voy. Con la mirada compasiva de Carmen Aguado aún fresca me monto en mi coche y me voy. Si al menos tuviera aquí mi Porsche… No, no necesito una tirita, necesito una cura. Una mano que se revela y busca cariño y mi primera disfunción en la misma tarde no pueden ser casualidad. Como no puede ser casualidad la placa dorada que reluce en mitad de la noche, por eso me bajo del coche y voy en su busca. Ni siquiera me sorprende encontrar una respuesta en su cuidada serigrafía. Entro en el portal y llamo al ascensor. Le doy tres segundos de gracia y me lanzo escaleras arriba. Mi suerte no se ha acabado, la puerta es de cristal y hay luz dentro. Un chico joven repasa unos papeles en la que debe ser la mesa de recepción. Golpeo el cristal para llamar su atención.

-Necesito ver al doctor Rosano –grito a través de la puerta.

El chico se sobresalta al oír mis golpes. Está asustado, o lo parece.

-No está –dice tímidamente- se fue hace horas… es un poco tarde…

Miro la hora, son más de las diez de la noche, aún así saco de mi cartera un billete de quinientos euros y lo pego al cristal.

-Necesito ver a un psicólogo.

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